14/7/08

AL SOLDADO DESCONOCIDO

Allí tu madre gime, con el dolor creador.
Empuja como un gigante que arrastra una montaña.
Cincela el hecho repetido, de fuego y milagro.
El alumbramiento.

Y creces luego en muchas llanuras de la historia,
y en el largo pulmón de las geografías:
En Roma.
Mozambique.
El Cuzco.
O las iridiscentes islas de la Polinesia.
Mucho sol aviva los alimentos
que le regalan vigor y crecimiento a tus músculos.
Con latidos obnubilados de espanto, saltas,
como todos,
dentro de las penumbras del terror infantil.
Y no evitas el asombro ante un crepúsculo,
o frente a los últimos velas del día.

Eres joven.
Y sufres el tumulto con los padres,
el miedo ante los inciertos muelles del futuro;
la avidez por adquirir una identidad,
con la solidez de las piedras.
Pero luego del fiordo brusco de los primeros años,
contemplas las torres del horizonte.
Allí, se erizan las colinas donde debes decidir tu camino,
entre los desfiladeros de la vida.
Mas entonces, el vientre de la noche se parte.
La tierra se agrieta.
Las rocas saltan entre aullidos de clarines.
Es la guerra.
Que viene por ti.
Al principio, sólo quiere tus manos,
para empuñar la espada o el fusil.
O tus piernas para correr en una caótica carga.
O tus ojos para distinguir el uniforme enemigo,
y clavarle tu bayoneta.

Y tus jefes tampoco quieren saber tu nombre.
A nadie importa la música de tus sueños,
o tu derecho a la bahía sosegada de la vejez,
o a la paternidad y las risas de los hijos
bailando en derredor de ti.
Nadie quiere saber de tu hogar,
de la primera lluvia
que dibujó arroyos de cielo en tu piel.
Sólo te ordenan que renuncies
al jardín de la tierra.

Y el cañón ruge.
Para aplastar tus últimas visiones
de los campos sembrados.

El poder se crea con estallidos.
No con suaves llanuras.
Y el fuego del cañón, los escupitajos de la metralla,
exigen ya la carne desmembrada,
los rostros desfigurados,
el alimento para las batallas.
Es necesario tu cuerpo
que combate sin nombre.

Y a la primera línea te lanzan.
Hacia la trinchera,
o la playa o la fortaleza adversaria.
Y las dagas zumbantes de las balas,
el metal letal de los cañones,
recorren lo que te dio tu madre.
Balaceras y cañonazos atraviesan el vientre
que conoció los alimentos
cosechados por la tierra y el sol.
Y se revientan tus ojos
que contemplaron la luna encendida
de la primera mujer desnuda.
Se te despedazan las piernas
que recorrieron los caminos de polvo de la aldea,
o la coraza de asfalto de las ciudades.
Te estalla la cabeza.
Se acalla el tambor de tu pecho.

Y desde la distancia, todo lo observan los que no combaten.
Los que usan la guerra: los burocráticos generales de salón; los políticos tejedores de alianzas e intrigas; los adinerados apoltronados en su trono de manipulación y dinero.
Todos vieron u oyeron, el último huracán devastador de la batalla.
Pero nadie se lamenta por la vida desperdiciada.

Y las humaredas arden todavía.
Tu figura, antes una, individual,
ahora se mezcla con las partes de otros seres.
Y nadie sabrá nunca tu nombre.

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